Después de cerrar las ventanas, apagó la radio y se
fue a la cama. Un minuto después se tuvo que levantar, cortó la entrada del
agua y volvió a su lecho. Enseguida, otra vez de pies, buscó el insecticida, lo
roció contra el zancudo que le importunaba y sonriendo satisfecho se acostó.
En su mullida cama, en lugar de descansar, sintió su
pulso latiendo entre las venas y el ritmo del corazón trepidando en sus sienes
y en su oído.
Metiendo su mano bajo la almohada, sacó el revólver y
se disparó en la frente. Luego… todo fue silencio, un infinito silencio…
 
 
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