miércoles, 11 de septiembre de 2013

DEBUT

Podría sospechar que estoy soñando, que pronto despertaré y se desvanecerán las imágenes; pero no, mi sangre torrencial, mi corazón vertiginoso y las emociones que me asaltan, distan de ser virtuales. Aquí estoy, hecho un hombre, vestido de futbolista, enfilando hacia la cancha, al lado del “Pote” Cárdenas, del “Maravilloso” Valdez, de otros talentosos y del mejor, el ídolo de todos, Juan “Centella” Fernández.

Bajo la salvaje canícula de esta tarde, ante las imponentes tribunas atestadas, las múltiples banderas y pancartas, la tempestad de serpentinas y confeti, la densa atmósfera del gas coloreado, la estridencia de la pólvora, los incesantes cánticos de la delirante hinchada,…rememoro tiempos idos.

...A mis cinco años, apostado en la tribuna, atónito, feliz, maravillado, contemplaba la salida del equipo. A mi costado, papá aplaudía, a todo pulmón acompañaba las arengas de las barras y me incitaba a corear con él. Aquél inolvidable día, mi primera vez en un estadio, grité y gocé, aplaudí y sonreí, con la alegría más espontánea y genuina que recuerdo. El onceno ganó cuatro por dos y, desde aquella tarde y para siempre, me enamoré de esa divisa - la misma de mi padre -. Fue amor por la pelota, por el fútbol y por esos grandes jugadores. De regreso a casa, papá, con un brillo especial en la mirada, sonreía satisfecho, mientras hablaba sin parar de las mejores jugadas: de las gambetas del “Culebra” Martínez, los cabezazos del “Coco” Peláez, las atajadas del “Candado” Arredondo….

Esa misma semana me regaló mi primera camiseta. Llegó a casa llamándome con su vozarrón; apenas me vio, se acercó casi corriendo, y levantándome con sus brazotes me dijo entusiasmado: Campeón, te tengo un regalo. Era bellísima, idéntica a la del equipo: sus colores, el cuello, los rebordes en las mangas, el escudo con todas las estrellas y, a la espalda, un gran número ocho. Después, de a poco, en la medida de sus posibilidades, me compró el resto del uniforme y un balón de fútbol de segunda, que repintó con cascos blancos y negros. Entonces empezó mi fiebre. A diario me levantaba bien temprano, vestía mi uniforme y balón en mano iba a despertar a mi tío Manuel para que me llevara al parque a practicar.

Pronto cumplí seis años, me ingresaron a la escuela y empecé a conocer de sinsabores. Papá sabía de mi encanto por el fútbol, pero le interesaba más mi estudio; y mamá pensaba igual. Yo, la verdad, quería más el fútbol. Manuel fue el consejero que me abrió los ojos. Una noche, mientras lloraba sin consuelo, abrazado a mi balón, porque no podía - como antes - dedicarme a practicar, llegó a mi alcoba, apoyado en su muleta. Se sentó al borde de la cama, con su recia mano retiró mis lágrimas, la puso sobre mi hombro y, cariñoso pero serio, me dijo, como repitiendo de memoria:
El fútbol es pasión, más que pasión es vida; pero su práctica es efímera, más efímera que la vida”.
 No le entendí nada, nada de nada. La palabra “pasión”, apenas la asociaba en forma vaga con la que sufría Jesús en la Semana Santa; de “la vida”, tan sólo intuía que era lo contrario a la muerte; y no tenía ninguna idea de lo que significaba “efímera”. Creo que advirtió mi confusión y seguramente por eso acercó una silla, se sentó y pausado me explicó, detalle por detalle, con palabras sencillas, con ejemplos a mi alcance. Cuando terminó ya me había convencido. A partir de su enseñanza me dediqué a estudiar con interés. Así pude cumplir con mis deberes y tener tiempo para el fútbol.

Años después, un sábado cualquiera, al llegar a casa encontré a papá acomodado en el sofá, escuchando melodías; estaba un poco bebido y bonachón. Con cara de amigos , palmeando el espacio libre a su lado me dijo:
¡Campeón, siéntate conmigo, conversemos!
Me miró de arriba a abajo, como reconociéndome, como tomando conciencia de mi edad. De pronto exclamó, entre admirado y sorprendido:
¡Cuánto has crecido muchacho!
Con su áspera manota, me revolvió el cabello, fijó sus ojos en los míos, y pausado sentenció:
Hay un sueño muy grande en tu cabeza.
Enmudeció, solemne, en actitud de reflexión. Luego, de pronto, respiró profundo y, casi hablándose a sí mismo, con un tono que parecía melancólico, continuó:
-        Los sueños impulsan,… llenan… dan sentido a la vida.
Escuchándolo, concluí que el viejo, aparte de excepcional, era un sabelotodo. En ese momento descubrí que lo mío con el fútbol sí era un sueño; que desde la primera vez en que asistí al estadio me concebí en aquella cancha, jugando con el equipo. Mi gran sueño era ser futbolista. Papá apuró un trago y, después de otro largo silencio, trascendental, como saliéndole de su esencia, de su convicción más íntima, agregó:
Vive por tu sueño, lucha por tu sueño. ¡Pero no luches con pausa, lucha a diario colocando en ella toda el alma!
Reinó un infinito mutismo y pensé que había terminado. Pero, de pronto añadió, como repitiendo palabras que alguna vez había pronunciado:
-        El fútbol es pasión, más que pasión es vida,…
Asentí en silencio. Manuel me había aclarado esa sentencia años atrás.

En mis estudios no tuve mayores dificultades e incluso me destaqué en las matemáticas. Desde el primer año hice parte del equipo del salón; y después de la selección infantil de la escuela. Mas  adelante, en el intercolegiado, me seleccionaron para el baby. Casi enseguida pasé a las inferiores del equipo de mis amores. Papá me apoyaba, aunque insistía en la prioridad del estudio. Un día me contó la historia de  Manuel:
…en su juventud fue un jugador excepcional, de una habilidad endemoniada, fuerte,  gran cabeceador e implacable rompe redes. Siempre estaba jugando al balón y, pese a los consejos, dejó de lado los estudios, convencido de que lo único importante era llegar a la liga profesional. Cuando cumplió los dieciocho lo llamaron al servicio militar y estando allí, patrullando una lejana vereda, una mina antipersonas le cercenó la pierna…

Ahora recibe una modesta pensión concedida por el gobierno y dedica su vida a la pintura, talento que descubrió durante la terapia que siguió a su infortunio y que desarrolló estudiando en la escuela de artes. Él fue mi entrenador personal hasta que llegué al equipo. Pese a su limitación, desde que tuve mi primer balón, se dedicó a prepararme. Yo era diestro y  él me enseñó a usar la izquierda, a cabecear fuerte y certero, a parar el balón con el pecho, a patear con empeine externo, a tantas cosas… Siempre ha mantenido una atención especial sobre todo lo que me sucede. Muchas veces creo que ve en mí a ese futbolista que él no pudo ser.

En el Club empecé en la cuarta y fui avanzando hasta llegar a la primera, siempre como volante de las dos áreas, con el número ocho a la espalda. En el último torneo de la liga nos coronamos campeones y a inicios de año me ascendieron al plantel profesional. Claro que también estudio finanzas en la universidad.  

Mientras los fotógrafos toman las placas para las separatas deportivas, rebusco en la tribuna, entre la ensordecedora masa. Allá arriba, muy al fondo, en el sector acordado, está mi barra, mi pequeña y fervorosa barra. Levanto la mano saludándolos. A la derecha está mi madre, amorosa y solidaria desde siempre. A mi gesto de saludo se levanta y me envía su bendición y un beso. Sé que durante todo el partido rezará por mí. En el centro el tío Manuel vocifera mientras levanta su muleta como espada victoriosa. A la izquierda, Juan y Tito, mis amigazos, me gritan cosas que no me llegan, aunque entiendo más que bien sus ademanes. Estoy seguro que aprietan corazón y puños en pos de que tenga un buen estreno. Extraño al viejo, mi ídolo y guía… Se nos fue hace tres años, pero, llevo muy adentro su legado: una férrea casta de luchador.

El entrenador me explicó las tareas a cumplir en el terreno y, cuando enfilé hacia el túnel, dándome un espaldarazo, me arengó con su voz de trueno:
¡García, cómase esa cancha que usted lo tiene todo para triunfar. Vaya y rómpase por el equipo!

Nada de esto es un sueño, estoy en medio de la cancha, viviendo lo que anhelé de niño. A partir de este segundo multiplicaré mi empeño… ya estoy dibujando otro sueño: afianzarme en la titular y, después, enfundarme la casaca de la selección.

Bajo la salvaje canícula de esta tarde, ante las imponentes tribunas atestadas, las múltiples banderas y pancartas, la tempestad de serpentinas y confeti, la densa atmósfera del gas coloreado, la estridencia de la pólvora, los incesantes cánticos de la delirante hinchada,…se escuchó el silbato del árbitro. El balón está en movimiento; ¡acabó toda ficción!

3 comentarios:

  1. ¿Acabó toda ficción?, después del atracón que me he dado a cosas de futbol,jajajaja. Bueno la verdad es que me ha encantado esta historia y la forma de relatarla.
    Me he pasado por tu rinconcito a ver que era de ti, y ya veo que sigues editando. Se te echa de menos Jorge y espero que vuelvas pronto al foro del amiguismo... jajaja.
    Un abrazo

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  2. Compatriota, esta es de las mejores crónicas o relatos que sobre futbol he leído, las vivencias desde el punto de vista del joven que se estrena como profesional, magnifico! un gran abrazo

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  3. Y yo me quedé perdida porque me has contado que de joven jugabas futbool, pero al leer esto, El entrenador me explicó las tareas a cumplir en el terreno y, cuando enfilé hacia el túnel, dándome un espaldarazo, me arengó con su voz de trueno:
    ¡García, cómase esa cancha que usted lo tiene todo para triunfar. Vaya y rómpase por el equipo! parece que es la historia de otro , porque García soy yo , jajajaja, tú eres , Toro.En todo caso la historia me gustó.

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