miércoles, 11 de septiembre de 2013

ACCIDENTE

Domingo 6 de octubre de 1996; las actividades constructivas de la hidroeléctrica por fin parecen tomar ritmo y en el laboratorio los diseños y pruebas se han multiplicado. Al final de la tarde declina el fortísimo sol que acompañó toda la jornada y plomizos nubarrones cubren el cielo. Una vez finalizadas las labores, gran parte del personal toma rumbo a sus lugares de descanso, mientras Julián, Alirio y yo esperamos impacientes nuestro retrasado transporte. Cumpliendo lo previsible, de un sólo golpe se desata un implacable aguacero. Soportamos un severo invierno desde hace varios días, pero este vendaval, acompañado con una feroz tormenta de relámpagos y truenos, es el más despiadado de la temporada. Por fin, a las siete menos diez llega la buseta y abordamos; viajan además cuatro empleados del almacén y Javier, el conductor.

El trayecto, en descenso y sinuoso, corresponde al de una típica carretera montañosa, con la ladera a un costado y el precipicio al otro. Ampliada hace poco con motivo de la obra, posee una banca inestable y, por ello, frecuentes desprendimientos y ocasionales derrumbes mayores. Éstos vienen repitiéndose especialmente en un lugar: un paso donde la ladera - un talud empinado de no menos de ochenta metros - desparrama casi a diario material sobre la vía y amenaza con desplomar grandes volúmenes. La cuneta ha desaparecido bajo el material caído y, por tanto, cuando hay precipitaciones importantes, lo atraviesa un arroyuelo, conformado con las aguas lluvias que bajan de la cuesta y el desbordamiento de una quebrada que surca la cima de la montaña.

Llegados al sitio, Javier detiene la marcha y observa en detalle: las plumillas sobre el parabrisas apenas despejan el agua que cae a borbotones, las luces delanteras permiten ver una carretera parcialmente invadida con piedras y un ancho cauce café-amarillento; un fluido lodoso que rueda desde la montaña, se extiende sobre la carretera, la sobrepasa y continúa descendiendo por el despeñadero. Guardamos un silencio nervioso, un mudo recelo y una secreta premura de arribar al abrigado campamento. Pasados algunos segundos que parecen eternos, Javier se decide: engrana el primer cambio y reinicia la marcha adentrándose en el paso. Volteo para observar el caudal que desciende por la ladera, pero no alcanzo a verlo, sólo advierto un durísimo impacto en el costado del vehículo y una inmensa mancha oscura que se desparrama sobre las ventanillas.

El vehículo se desliza de lado hacia el abismo sin dar tiempo a ninguna reacción, rebasa la carretera y expedito empieza a descender por la pendiente. Perdemos el aplomo sobre los asientos, como en un barco sacudido por una furiosa ola y el pánico se apodera de todos. Varios segundos después - tal vez seis, tal vez diez -, tropieza contra algo y se detiene. Algo sorprendente sucede en el impacto: la última ventanilla del lado izquierdo - opuesto al de la puerta corrediza de acceso - se desprende, dejando una abertura que sirve como atajo de evacuación; por allí empezamos a salir apresurados, temerosos de que la buseta se desatranque y siga rodando.

Ya sobre el terreno observo: el vehículo se ha detenido de espaldas al precipicio contra el grueso muñón de un árbol talado; las farolas encendidas muestran el trayecto por donde rodamos, a primer cálculo unos cincuenta metros; hacia abajo se advierte un declive profundo; a la izquierda un área boscosa, a tal vez media cuadra; tomamos esa dirección. El suelo es un barro encharcado y flojo, continúa lloviendo muy fuerte y la tormenta eléctrica, ahora ventajosa, ayuda mucho a orientarnos. La marcha es complicada, tengo las gafas empapadas y mis ochenta y cinco kilos más el peso de la ropa empapada y enlodada hacen que me entierre a cada paso en el piso gelatinoso.

Apenas recorridos unos cuantos pasos resbalo en un fango blando, ruedo algunos metros y quedo encajonado, a la altura de las caderas, en una especie de garganta de material duro, con las piernas sumergidas en un lodo espeso. Apremiado, pretendo liberarme, pero carezco de un punto de apoyo firme desde el cual impulsarme con brazos o pies. Mientras busco una solución, advierto a dos compañeros rezagados transitando la ruta unos metros arriba y desplazando a cada paso un barro flojo que escurre directo a mí. Grito pidiéndoles cuidado porque están complicando mi problema. Con desespero lo retiro hacia los lados, pero no logro hacer mucho para resolver mi situación. Mientras estoy luchando por desatrancarme, escucho un ruido como de una corriente vertiginosa y, cuando levanto la mirada, veo un alud enorme precipitándose sobre mí: soy desclavado del lugar por un furioso flujo que roba mis gafas y arrastra conmigo. ¡Desciendo expedito en un desenfrenado río de agua y lodo!   

Boca arriba, con los pies por delante, enceguecido por el barro, a merced de la revoltosa corriente, sin forma de sujetarme a algo, de interponer un pie contra cualquier obstáculo, de enterrar mis dedos en el piso; impotente por completo, alcanzo a pensar “hasta aquí llegué”. Lo único que atino a hacer - casi maquinal - es tratar de impulsar el cuerpo a un costado, para salir del cauce central. ¿Cómo se hace?, ¡no lo sé!: sin un punto de apoyo no parece haber razón para lograrlo… No obstante, gracias tal vez al instinto de conservación, a un movimiento reflejo, a la buena suerte, o a alguna energía desconocida, consigo desplazarme hacia un lado donde hay menor bravura y, entonces, mis miembros rozan suelo bajo la corriente. Con desespero, braceando frenético, luchando por sujetarme al terreno firme bajo el lodo, logro menguar el descontrolado descenso y… Por fin, angustiado, me aferro a una enorme piedra en el costado de la corriente. Raudo me levanto y me pego de cara a ella como si fuese un imán. Extenuado, con la respiración agitada, el corazón saltando dentro del pecho, dolor en brazos y piernas, sintiendo a espaldas el furioso correr de las aguas, adquiero conciencia de mi gran problema.

El chaparrón se ha convertido en una pertinaz llovizna; con ella limpio mi rostro y empiezo a reconocer el lugar - aunque sin gafas - gracias a los fogonazos en el cielo. La piedra alcanza unos tres o cuatro metros de altura; a izquierda, un siniestro vacío presagia una caída; a derecha, a pocos metros, se ve un empinado talud terroso, formando un lado de la cañada por donde baja el encrespado “río”; arriba, a unas dos  cuadras, se observan las luces rojas de los stop de la buseta. Pronto intuyo un tenebroso suceso: la imagino desprendiéndose, bajar desenfrenada por el cauce, estrellarse y aplastarme contra la roca.

Asustado, decido moverme para rebasar la piedra y tratar de escalar el talud. Con movimientos lentos, deslizándome contra ella, avanzo hasta alcanzarlo: es una formación arcillosa entremezclada con arena y piedrecillas, bastante pendiente y de similar altura que la piedra; luego parece declinar un poco y poseer alguna capa vegetal. Comprendo que escalar esta pared significa ponerme a salvo, pero también que resbalar en el intento implica caer directo a la corriente y una alta probabilidad de morir. ¡La amenazante buseta y el torrente que roza mis talones me inducen a continuar!

Escarbando con los dedos, labro un hueco a la izquierda de mi cabeza, meto mi mano y presiono hacia abajo con fuerza: resiste; repito la operación a la altura de la cintura haciendo un escalón para el pie izquierdo; luego, trabajo igual sobre mi derecha y consigo los cuatro primeros puntos donde apuntalarme. Reposo aunando fuerzas, sopeso otra vez mi situación,… me reafirmo en la intención, recurro a mi íntimo positivismo, hinco manos y pies en los huecos y abandono el suelo. Sigo excavando y ascendiendo, febril pero cuidadoso, veloz pero precavido,...

Después de un largo y denodado esfuerzo logro sobrepasar esta primera parte y quedo tendido, con las piernas aún en la zona vertical - las botas metidas en sus respectivos escalones - y de la cintura para arriba en una posición más reposada, sobre un terreno menos pendiente. Estoy agotado, adolorido y satisfecho.

Mientras descanso la lluvia arrecia y decido continuar. Adelante, a unos metros, hay un árbol caído, paralelo a la cañada: sus ramas, desplegadas cual brazos, se extienden generosas hacia mí. Enterrando frenético los dedos y las punteras de las botas, me arrastro sobre el exiguo pasto colmado de agua y barro, para acercarme poco a poco al objetivo... Exhausto, logro rozar el extremo de las hojas y acelero con renovado brío, logrando en un impetuoso envión asirme a una gruesa rama. Agarrado con fuerza me pongo de rodillas, gateo hasta el tronco principal y sobre él me siento.

De momento, creo estar seguro y determino que lo mejor es esperar ayuda o - en el peor de los casos - aguardar el distante amanecer antes de moverme. Los relámpagos han declinado, pero aún sirven para reconocer el lugar: estoy unos cinco metros por encima del nefasto lecho; horizontalmente nos separa una angosta franja a manera de talud; hacia adelante, abajo a izquierda, se perfila el contorno de la piedra donde me detuve; a espaldas - en dirección a la carretera - se ve un barranco zigzagueante, desplomándose a tramos sobre el lecho; a derecha hay una tupida vegetación y ¡un pequeño arroyo a escasos pasos!

Advertido del desprendimiento de fajones de tierra más arriba, presiento que así mismo ¡el riachuelo puede erosionar este terreno y provocar su colapso! Concluyo que tengo que cambiar de lugar, aunque la única opción es adentrarme en la tupida vegetación, en donde, al igual que en toda la región, abundan las serpientes venenosas. A pesar de temerles al extremo, prefiero arriesgarme con tal de eliminar todo riesgo de caer de nuevo al agua. Penetro en el monte con la convicción de caminar siempre en ascenso; arriba en algún momento encontraré la carretera. Estoy en un pastizal alto, tupido, de hojas largas, filosas y llenas de pelusas; la cuesta es pronunciada y como única posibilidad de ascenso, me impulso aferrándome a manojos del cortante follaje. A pesar del cansancio, el miedo a los reptiles hace que no desfallezca en mi empeño. De pronto, escucho gritos lejanos diciendo “ola” a intervalos. Llegó ayuda - pienso - y comienzo a responder.

En breve lapso aparecen tres hombres ágiles y fuertes, provistos de linternas, cuerdas y machetes: son del área de seguridad de la obra. Gracias a su pericia salimos pronto del pastizal y emprendemos el ascenso por entre árboles y troncos, por una trocha empinadísima de piso gredoso. Voy prácticamente remolcado: uno hala de mi mano mientras los otros me empujan desde atrás o hacen caballete para mi pie en cada escalón desmesurado. Dejamos atrás esa área y llegamos a un punto abajo de la carretera, separados de ella por una pendiente de arcilla suelta, amarillenta y lodosa de tal vez doce metros. Desde arriba lanzan una gruesa soga, empapada y jabonosa, que agarro con la insignificante fuerza que me queda; sin embargo, cuando jalan desde arriba resbala entre mis débiles manos. Advirtiéndome incapaz, uno de mis auxiliadores la toma, le da vuelta en su cintura, la pasa entre los muslos, se coloca detrás de mí y empujándome asciende hasta la vía.

Arriba, los hombres me preguntan: ¿Está bien?, respondo que si y entonces, dándome la espalda, vuelven a sus tareas. Desorientado y confuso, miro en todas direcciones hasta que identifico el lugar: estoy un poco adelante del sitio del percance, en dirección del campamento; más allá veo la luz de una ambulancia parqueada y camino hacia ella. Casi llegando se acerca un conductor de la Administración preguntándome exaltado si soy uno de los accidentados; le respondo y entonces me introduce en una camioneta y partimos. Conduce a altísima velocidad; voy sentado a su lado, callado, abstraído, con las imágenes de lo ocurrido volteando en mi cabeza. A pesar de todo, intento poner atención a la carretera, porque sigue lloviznando, hay muchas curvas, el piso es inseguro y el hombre viaja a “todo dar”; Pienso: “No me mató el accidente pero éste sí lo va a hacer”. En la desviación que conduce al campamento, el hombre dobla y sube a toda marcha la recta y larga cuesta, sonando el pito una y otra vez. Al llegar al portón - ya abierto -, el vehículo quiebra la curva, penetra veloz, se dirige al centro médico y frena en seco. Hay muchos empleados expectantes, pero el médico y dos improvisadas asistentes de inmediato me conducen al consultorio. Como estoy embarrado de pies a cabeza me hacen un examen preliminar sentado en un taburete. No encontrando a primer momento signos de gravedad, el médico, señalando un baño, me indica que tome una ducha. Ya bañado - dejados en el piso del recinto mi grotesca indumentaria y lodo por doquier - tomo una pequeña toalla de manos, la única que encuentro, y con ella salgo medio desnudo. Me recuerdan la ropa, les digo: “bótenla toda”; y manifiesto mi deseo de subir a la habitación y vestirme. Salgo del centro medico, eludo los numerosos curiosos que desean conocer detalles señalándoles mi precaria vestimenta y monto en la camioneta que sigue esperándome.

A solas, en mi cuarto, percibo los dedos en carne viva, las uñas desechas, manos y brazos llenos de cortaduras, el cuerpo raspado y adolorido; la cara en el espejo desencajada, amarilla y pesarosa. En este instante siento por primera vez un peso abrumador, empiezo a darme cuenta que increíblemente estoy vivo, que la muerte se me ha acercado más que nunca. Un vacío en el estómago, un nudo en la garganta, una indefinible tristeza, una percepción de lo efímera que es la vida,… un cavilar en los tantos caminos recorridos,… en los muchos sueños en proyecto,… en las miles cosas inconclusas,… en cuanto se puede extinguir en un instante... Todo eso me llega al unísono y entonces, abatido, desencantado, comprendo que cada vida, cada quien, es apenas un minúsculo grano de arena derivando en un océano enigmático y arbitrario.

Me invade una gran urgencia, una urgencia inaplazable. Salgo y subo al vehículo. Le digo al conductor: “Por favor, lléveme a las oficinas, debo hacer una llamada”. Marco el número y cuando escucho su voz del otro lado, las lágrimas invaden mis ojos mientras con voz quebrada digo: “Mamá, estoy vivo”.
  
Nota final.

Dos personas murieron en el accidente: Alirio - compañero del laboratorio - y un empleado del almacén. Al parecer ambos bajaron de la buseta por la puerta corrediza y de inmediato fueron arrastrados por el torrente, que luego, en algún momento, cambió su curso y me encontró en su camino. Los demás compañeros de viaje - aquellos que bajaron por el hueco de la ventanilla - pudieron avanzar y guarecerse en una especie de islote donde permanecieron juntos; fueron ubicados pronto, pero el rescate demoró por la dificultad para llegar hasta ellos. Javier, el conductor, fue el primero que salió de la buseta, por la puerta de su lado; sorprendentemente logró salvar los obstáculos, llegó a la carretera y buscó ayuda.



El cadáver de Alirio fue recuperado varios días después en la ribera del río Porce, algunos kilómetros abajo del sitio del accidente. El cuerpo del otro compañero nunca apareció; se cree que quedó enterrado bajo el lodo. La buseta permaneció inmóvil, atrancada contra el muñón del árbol y al día siguiente fue recuperada utilizando una grúa. Si todos nos hubiésemos quedado en ella, a lo mejor nadie habría muerto.

1 comentario:

  1. Ufff, recuerdo este escrito y me sigue dando escalofríos esa experiencia que viviste , también recuerdo que lo publicaste en el libro colectivo !Sin Censura ! que recopila obras de varios poetas de Medellín o de colombia en general, eso no lo recuerdo muy bien , fueron dos obras las que publicaste ahí , ésta y la otra llamada !Encuentros! ya sé lo que vas a decir , que qué memoria la mía , jajajaja. En fin , yo sigo admirando tus obras , poeta , me quedé aquí y viendo el partido contra México y al minuto 80 seguimos empatados, eso nos conviene porque pasamos a la hexagonal.

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