miércoles, 11 de septiembre de 2013

MARGEN AGOTADO


Agoniza la tarde de un día veraniego, el sol busca refugio tras las montañas y en su declinar pinta el cielo con espléndidos arreboles. Las golondrinas se filan uniformes sobre los cables de energía o revolotean inquietas en todas direcciones. En el ambiente se respira un aire festivo, un perfume a flores, a pastos verdes, a arboledas frescas; los colores en cada cosa parecen más vivaces y el agua en las fuentes aún más cristalina. El clima invita a solazarse, a caminar despreocupado y comprar mantecados en la heladería, o sentarse en las afueras de un bar y entre unas copas departir con los amigos, o tenderse sobre el prado y disfrutar de la belleza que proporciona este ocaso.



El maravilloso escenario a cada paso me invita a su disfrute, pero a esta hora no tengo aliento ni cabeza para entregarme a su seducción. La jornada ha sido dura, estoy agotado y además, tantos problemas rondan mi mente y me apremian el bolsillo, que sólo aspiro llegar a casa, tomar una ducha, recostarme en la cama y pensar la manera de encontrarles salida. Por tanto, abandonada la oficina, camino directo a la estación y subo al autobús.

Apenas inicia su largo recorrido y transporta pocos pasajeros; sin embargo - en juicioso cumplimiento de la usual costumbre - , llega en unos minutos a la parada principal, en pleno centro de la ciudad, donde todo en absoluto es diferente. No bien abre su puerta es abordado, hasta sobrellenarse, por numerosas personas: trabajadores, estudiantes, hombres y mujeres de toda índole, que, igual que yo,  han concluido su labor diaria y desean llegar pronto al hogar. El rebullir del centro es sofocante; incontables peatones se desplazan apurados en todas direcciones; buses de transporte, vehículos particulares y taxis se suceden interminables, congestionando la avenida, movilizándose sinuosos de izquierda a derecha y viceversa, metiéndose por donde parecen no caber, frenando, haciendo sonar sus pitos y saturando el ambiente con el sofocante humo de sus tubos de escape. Un guarda de tránsito pretende desatar el inverosímil trancón, sonando su silbato aquí y allá, haciendo caso omiso a los semáforos y otorgando arbitrariamente la prioridad de vía en el crucero. Racimos de  caminantes, ansiosos en las aceras, a primera oportunidad se lanzan al pavimento y desesperados atraviesan la gran arteria, zigzagueando entre los vehículos, corriendo para evitar ser embestidos. Vendedores informales - inamovibles “propietarios” de una fracción de acera -, promueven a gritos sus variadas mercancías; mientras otros - los errabundos sin puesto -, vociferan sin descanso al borde de las ventanillas, ofreciendo bolsas con agua, paletas, frutas en cosecha…

Todo eso observo casi hipnotizado, con la mente dormida, ajena a cualquiera reflexión; dándole un respiro antes de volverla a copar con mis dificultades. A mi costado, del lado del corredor, se sienta una hermosa mujer, de unos veinticuatro años, agraciado cuerpo, bellos ojos, impecable maquillaje, lustroso cabello castaño y una grata fragancia que contrasta con el olor que prevalece en el entorno. Sin duda es bonita, pero, no estoy de ánimo para un osado saludo que propicie algún acercamiento. El bus continúa inmóvil aunque está atiborrado. En el corredor los pasajeros de pie se apiñan en tres filas, aferrados a los tubos, hombro contra hombro, con los rostros cansados y comportamiento hermético, idénticos en ello a mí. Los contemplo sin mayor interés, como practicando una rutina; sin embargo, sorprendido me detengo en un personaje singular, apostado en la fila más cercana, justo a la altura de la banca que se encuentra por delante de la que ocupo. El hombre, que nunca antes he visto, tiene un rostro extraño, insólito, atípico - como provisto de una máscara - y unas manos pálidas increíblemente huesudas. Viste una casaca negra cerrada hasta el cuello, con la caperuza cubriendo su cabeza. Cuando lo estoy observando, de manera intempestiva me dirige su mirada y… ¿sonríe?, ¿me sonríe o lo supongo? En realidad no sé, pero incómodo, de inmediato desvío mis ojos hacia la calle.

En la gran pantalla de la avenida la hora digital cambia de minuto. Mientras la observo, retumba en mi cerebro una voz desconocida que expresa contundente:
     Las seis y treinta y siete.
Por supuesto... si… las seis y treinta y siete - pienso -. Casi de inmediato reacciono y me cuestiono:
     ¿Quién habló?, ¿Quién me ratificó la hora?
Miro inquieto a la mujer a mi lado; parece dormir con los ojos abiertos. Alrededor todos están ausentes, ajenos, como petrificados, todos menos el extraño hombre, el del rostro singular; está clavándome sus ojos. Le retengo la mirada para ver si la aparta a otro lado; pero impertinente continúa igual, impávido, clavándome sus pequeños ojos, opacos, absorbentes, sin asomo de esclerótica y de ambiguo color en la penumbra del vehículo. De repente, levanta sus cejas, como identificándose y percibo la extraña voz reiterando:
     ¡En efecto Juan!, esa es la hora, son exactamente las seis y treinta y siete; además… ¡es también tu hora!
Atemorizado eludo su rostro y un montón de preguntas me asaltan, raudas, desordenadas: ¿Quién será?, ¿Por qué sabe mi nombre?, ¿De dónde?, ¿Cómo se comunicó sin pronunciar palabra?, ¿Leyó mis pensamientos?, ¿Continuará mirándome?, ¿Qué quiere de mí?, ¿Cómo así que es mi hora?...

Estoy luchando con esa compleja cascada de inquietudes, cuando de nuevo siento la voz; esta vez sosegadora, sedante, convincente.
     No cuestiones, no luches, no discutas. Ha llegado tu hora. Mi presencia es inevitable; simplemente deja que te guíe.
 Advierto que, excluyéndonos los dos, ha cesado todo movimiento, también todo ruido. Parece como si el tiempo estuviese detenido. Adivino mi rostro lívido mientras siento que un miedo mortal me invade célula por célula. Sin modular palabra - no salen de mi garganta -, le inquiero sorprendido, confuso, realmente asustado:
     ¿Quién es usted?, ¿Qué está sucediendo?
Suave, tranquilizador, afable; dice:
      Serénate Juan, ¿No me has reconocido?
     Por supuesto que no, ¿Qué está pasando?
De inmediato percibo que me inunda - como drogado por un tranquilizante - una paz desconocida, una misteriosa sensación de tranquilidad  jamás hasta entonces experimentada. Advierto que mi cuerpo se relaja y mi mente se sosiega.
     Así estás mejor – dice y agrega: – Es hora de partir.
     ¿Partir?, ¿a dónde?- ¿por qué? – respondo humilde.
     ¿Aún no te das cuenta?
      No, no entiendo nada – respondo en tono suplicante – ¿Quién es usted?, ¿Qué quiere de mí?
     Vine a acompañarte en esta hora crucial, a señalarte el camino.
Proveniente de lo más profundo de mi entraña, una innata rebeldía se revuelca indómita; entonces, agresivo, desafiante, le replico:
     ¡No necesito nada, ni guías, ni nada parecido! ¡Mucho menos a usted!
     Tú y tu insoportable temperamento,…siempre tan vehemente. Como  durante toda la vida sigues perdiendo los estribos – Y enseguida: – No te desesperes Juan, vas a prescindir para siempre de tus conflictos y preocupaciones.
     ¡Qué sabe usted de ellos! ¡Pertenecen a mi vida privada; no son de su incumbencia!
      No seas ingenuo, conozco íntegra tu vida y no sólo la tuya, sino la de cada humano.
     No sea imbécil – le digo enfurecido.

 Como dándome una lección me dice:
      Tú, desde siempre y por siempre incrédulo. Mira por ejemplo este hombre, aquí a mi derecha: ignora la fatalidad que se le aproxima, tiene un cáncer de pulmón que aún no se manifiesta. Está, desde ya, definitivamente sentenciado, en seis meses habrá muerto…; en cambio, esté otro a mi izquierda: encontrará pronto la mujer con quien se sueña, se casará con ella y, de no cometer algún error fatal en su libre albedrío, morirá de viejo, lleno de nietos, inmensamente feliz…; y esa mujer a tu lado, esa linda dama cuyo nombre es Catalina, te vio al subir al bus y sin titubeo escogió sentarse junto a ti, esperando que la abordaras, deseando conocerte; incluso todavía guarda la esperanza de que le hables.

Con la soberbia desvanecida, intrigado y dubitativo, le pregunto:
     ¿Por qué sabe todo eso?
     Por lo mismo que sé que te llamas Juan Rodríguez, que piensas que tu vida está llena de problemas y vas a tu casa con el deseo de tomar una ducha; que te tentó la fabulosa tarde pero la despreciaste, que te agradó la mujer - Catalina -, pero omitiste cualquier acercamiento porque no tienes ahora cabeza para eso, que la hipoteca te tiene desesperado, que…

Lo interrumpo de plano; una feroz descarga de adrenalina me exalta. Energúmeno  le increpo:
     ¡Está bien, está bien, le creo!; pero, ¿Qué quiere?, ¿Por qué no me deja solo?, ¿Porqué la tomó conmigo y no con otro? ¡Váyase!, ¡déjeme en paz!
     Eso es imposible, ya es hora de irnos.
     ¿Hora de irnos? Está loco si cree que nos vamos, yo no voy con usted a ninguna parte. ¡Aléjese de mí!
     Ésta es tu hora – Y con voz autoritaria me ordena: – ¡Mírame!

Contra mi voluntad, siento que mis ojos no pueden evadirlo e impotente observo que sus manos descarnadas, blancas como cal, se sueltan del tubo, la caperuza  desaparece y su rostro se transmuta: es inconfundible, es una calavera, !es la muerte!. Espantado, aterrorizado, veo aparecer de la nada su guadaña en una mano, mientras estirando la otra, casi paternal, dice:
      Vamos.
Con desespero, con un llanto mudo donde no asoman lágrimas, alcanzo a preguntarle:
     ¿Por qué?, ¿Por qué yo?, ¿Por qué ahora?
     En tu frenética vida, en tu insustancial existencia perdiste el norte. Confundiste los objetivos y desde hace muchos años estás jugando a ser un perdedor. Hoy se te dio una última oportunidad. Hace muy poco, al salir de la oficina, se te brindó la vida a flor de piel, exuberante, placentera, fantástica; no obstante, la tiraste a un lado, la dejaste pasar y resolviste tomar un bus para buscar tu insípida soledad, para enfrascarte por infinita vez en tus absurdos,… en tus banales problemas... No obstante, se te concedió otra más: una esplendida mujer fue colocada a tu lado y tercamente también la esquivaste. Desechaste cada opción que te fue otorgada, no sólo hoy sino siempre, ¡siempre! Por eso finalmente se agotó tu margen; y en esta hora  precisa en mi lista sigues tú.

Mientras habla, siento un fortísimo dolor en el pecho y la respiración cortada. En un esfuerzo descomunal, superando la inmovilidad que me invade, giro hacia la mujer a mi lado y tomándola del brazo alcanzo a susurrar, con voz apagada, casi imperceptible:
     Ayúdeme.
En ese instante, a mi balbuceo, el escenario que había estado detenido, sin que el reloj avanzara ni un segundo, de nuevo retoma vida, el tiempo reinicia su camino, la gente vuelve a ser vital y el bullicio de la ciudad se restablece. Ella se vuelve de inmediato, como si estuviese esperando ese contacto desde hace mucho rato. Me habla sonriente, con la mirada luminosa:
     Mucho gusto, me llamo Catalina, ¿y usted?
No logro responder. Apenas advierto que estoy alejándome del lugar mientras abajo veo mi cuerpo derrumbado.

En la gran avenida el reloj empieza a extinguir los segundos de las seis y treinta y siete.




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